Estos textos son fruto de los ejercicios propuestos por Jose Ignacio García Martín, profesor del curso de escritura creativa que he realizando durante el mes de enero y febrero en el Cèntric Espai Cultural de El Prat de LLobregat, donde vivo.
Al igual que el microrrelato Las fiestas, esta historia que a continuación os muestro proviene del recorte de un breve texto divulgativo, que en este caso, era una receta de cocina.
Me faltaba bien poco para acabar de preparar el gazpacho. Estaba triturando los vegetales, mientras me comía una deliciosa madalena. Siempre he sido muy golosa, y, claro, al encontrar en la habitación de mi hija, escondido en un cajón de su escritorio, un táper de plástico con cinco suculentas madalenas me fue imposible contenerme y tuve que coger una. Mmmmm… estaba riquísima, dulce, pero, a su vez, con un sabor intenso a tierra, flores y hierba. ¡No sé qué llevaba aquel bollo, pero era sabrosísimo! ¡Me encantó!
Una vez ya triturados los ingredientes, añadí sal, vinagre y aceite y guardé directamente en la nevera. Ni siquiera lo probé, tenía mucha sed y me encontraba un poco mareada. El calor de aquel verano era insoportable y yo, con los años, cada vez lo aguantaba menos.
Estaba fregando los cacharros, mientras canturreaba alegremente una canción de mi juventud. Me sentía extraña, me hacía gracia ver mis manos enjabonadas y me reía a carcajadas de los anticuados azulejos de mi cocina. De repente, oí un fuerte estruendo, me quedé inmóvil, incapaz de reaccionar. Al fin pude moverme y me asomé al balcón. Lo que allí vi me dejó aún más turbada de lo que estaba.
En medio de la calle había un coche de alta gama cruzado en medio de la carretera y a dos metros suyo un remolque para transportar caballos volcado encima de otro vehículo que parecía estar aparcado. Y casi ya al final de la carretera había un caballo blanco precioso que, a pesar de tener a un hombre sujetándolo fuertemente de las riendas, se agitaba nervioso. Frente al animal, pero a una distancia prudente, una niña de unos 2 años y medio le cantaba alegremente: “Corre, corre caballito, corre por la carretera”. No entendía nada. ¿Qué había pasado allí?
Intenté moverme y bajar a preguntar, pero mis piernas no respondieron. Me quedé petrificada con las manos agarradas fuertemente a la barandilla y los ojos abiertos como platos. Parecía estar viendo una película, era incapaz de discernir entre la realidad y la ficción.
Finalmente, conseguí alcanzar el sofá y caí a plomo sobre él. Y no fue hasta que llegó mi marido a comer que desperté de aquella ensoñación. Al día siguiente intenté preguntar a los vecinos, pero todos me miraban extrañados sin entender de lo que estaba hablando. Estaba confusa entonces y estoy confusa ahora, tanto que ni todavía ahora sé si aquello que vi fue real o no.
FIN
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